5. La Consagración

La promesa de Dios es: "Me buscaréis y me hallaréis cuando me buscaréis de todo vuestro corazón." (Jeremías 29: 13).

Debemos dar a Dios todo el corazón o, de otra manera, el cambio que se ha de efectuar en nosotros, y por el cual hemos de ser transformados conforme a su semejanza, jamás se realizará. Por naturaleza estamos enemistados con Dios. El Espíritu Santo describe nuestra condición en palabras como éstas: "Muertos en las transgresiones y los pecados." (Efesios 2: 1), "la cabeza toda está ya enferma, el corazón todo desfallecido", "no queda ya en él cosa sana" (Isaías 1: 5, 6). Estamos enredados fuertemente en los lazos de Satanás, por el cual hemos "sido apresados para hacer su voluntad", (2 Timoteo 2: 26).

Dios quiere sanarnos y libertarnos. Pero, puesto que esto demanda una transformación completa y la renovación de toda nuestra naturaleza, debemos entregarnos a él enteramente.

La guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás hayamos tenido. El rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha; mas para que el alma sea renovada en santidad, debe someterse antes a Dios.

El gobierno de Dios no está fundado en una sumisión ciega y en una reglamentación irracional, como Satanás quiere hacerlo aparecer. Al contrario, apela al entendimiento y la conciencia. "¡Venid, pues, y arguyamos juntos!" (Isaías 1: 18), es la invitación del Creador a todos los seres que ha formado. Dios no fuerza la voluntad de sus criaturas. Él no puede aceptar un homenaje que no se le dé voluntaria e inteligentemente. Una sumisión meramente forzada impedirá todo desarrollo real del entendimiento y del carácter: haría del hombre un mero autómata. No es ése el designio del Creador. Él desea que el hombre, que es la obra maestra de su poder creador, alcance el mas alto desarrollo posible. Nos presenta la gloriosa altura a la cual quiere elevarnos mediante su gracia. Nos invita a entregarnos a él a fin de que pueda hacer su voluntad en nosotros. A nosotros nos toca decidir si queremos ser libres de la esclavitud del pecado para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Al consagrarnos a Dios, debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separe de él. Por esto dice el Salvador: "Así, pues, cada uno de vosotros que no renuncia a todo cuanto posee, no puede ser mi discípulo." (San Lucas 14: 33). Debemos dejar todo lo que aleje el corazón de Dios. Los tesoros son el ídolo de muchos. El amor al dinero y el deseo de las riquezas son la cadena de oro que los tienen sujetos a Satanás. Otros adoran la reputación y los honores del mundo. Una vida de comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es el ídolo de otros. Mas deben romperse estos lazos de servidumbre.

No podemos consagrar una parte de nuestro corazón al Señor y la otra al mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo seamos enteramente. Hay algunos que profesan servir a Dios a la vez que confían en sus propios esfuerzos para obedecer su ley, formar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por ningún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que tratan de ejecutar los deberes de la vida cristiana como una cosa que Dios demanda de ellos, a fin de ganar el cielo. Tal religión no vale nada. Cuando Cristo mora en el corazón, el alma está tan llena de su amor, del gozo de su comunión, que se une a él, y pensando en él, se olvida de sí misma.

El amor de Cristo es el móvil de la acción. Aquellos que sienten el constructivo amor de Dios no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para satisfacer los requerimientos de Dios; no preguntan cuál es la más baja norma aceptada, sino que aspiran a una vida de completa conformidad con la voluntad de su Salvador. Con ardiente deseo entregan todo y manifiestan un interés proporcionado al valor del objeto que buscan. El profesar pertenecer a Cristo sin sentir amor profundo, es mera charla, árido formalismo, gravosa y vil tarea.

¿Creéis que es un sacrificio demasiado grande dar todo a Cristo? Haceos a vosotros mismos la pregunta: ‘¿Qué ha dado Cristo por mí?’ El Hijo de Dios dio todo para nuestra redención: la vida, el amor y los sufrimientos. ¿Y es posible que nosotros, seres indignos de tan grande amor, rehusemos entregarle nuestro corazón? Cada momento de nuestra vida hemos sido participantes de las bendiciones de su gracia, y por esta misma razón no podemos comprender plenamente las profundidades de la ignorancia y la miseria de que hemos sido salvados.

¿Es posible que veamos a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados y continuemos, sin embargo, menos preciando todo su amor y su sacrificio? Viendo la humillación infinita del Señor de gloria, ¿murmuraremos porque no podemos entrar en la vida sino a costa de conflictos y humillación propia?

Muchos corazones orgullosos preguntan: ‘¿Por qué necesitamos arrepentirnos y humillarnos antes de poder tener la seguridad de que somos aceptados por Dios?’ Mirad a Cristo. En él no había pecado alguno y, lo que es más, era el Príncipe del cielo; mas por causa del hombre se hizo pecado. "Con los transgresores fue contado: y él mismo llevó el pecado de muchos, y por los transgresores intercedió." (Isaías 53: 12).

¿Y qué abandonamos cuando damos todo? Un corazón corrompido para que Jesús lo purifique, para que lo limpie con su propia sangre y para que lo salve con su incomparable amor. ¡Y sin embargo, los hombres hallan difícil dejarlo todo! Me avergüenzo de oírlo decir y de escribirlo.

Dios no nos pide que dejemos nada de lo que es para nuestro mayor provecho retener. En todo lo que hace, tiene presente la felicidad de sus hijos. Ojalá que todos aquellos que no han elegido seguir a Cristo pudieran comprender que él tiene algo muchísimo mejor que ofrecerles que lo que están buscando por sí mismos. El hombre hace el mayor perjuicio e injusticia a su propia alma cuando piensa y obra de un modo contrario a la voluntad de Dios. Ningún gozo real puede haber en la senda prohibida por Aquel que conoce lo que es mejor y proyecta el bien de sus criaturas. El camino de la transgresión es el camino de la miseria y la destrucción.

Es un error dar cabida al pensamiento de que Dios se complace en ver sufrir a sus hijos. Todo el cielo está interesado en la felicidad del hombre. Nuestro Padre celestial no cierra las avenidas del gozo a ninguna de sus criaturas. Los requerimientos divinos nos llaman a rehuir todos los placeres que traen consigo sufrimiento y contratiempos, que nos cierran la puerta de la felicidad y del cielo. El Redentor del mundo acepta a los hombres tales como son, con todas sus necesidades, imperfecciones y debilidades; y no solamente los limpiará de pecado y les concederá redención por su sangre, sino que satisfará el anhelo de todos los que consientan en llevar su yugo y su carga. Es su designio impartir paz y descanso a todos los que acudan a él en busca del pan de la vida. Solamente demanda de nosotros que cumplamos los deberes que guíen nuestros pasos a las alturas de la felicidad, a las cuales los desobedientes nunca pueden llegar.

La verdadera vida de gozo del alma es tener a Cristo, la esperanza de gloria, modelado en ella.

Muchos dicen: ‘¿Cómo me entregaré a Dios?’ Deseáis hacer su voluntad, mas sois moralmente débiles, sujetos a la duda y dominados por los hábitos de vuestra mala vida. Vuestras promesas y resoluciones son tan frágiles como telas de araña. No podéis gobernar vuestros pensamientos, impulsos y afectos. El conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y de vuestros votos quebrantados debilita vuestra confianza en vuestra propia sinceridad y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros; mas no necesitáis desesperar. Lo que necesitáis comprender es la verdadera fuerza de la voluntad.

Este es el poder que gobierna en la naturaleza del hombre: el poder de decidir o de elegir. Todas las cosas dependen de la correcta acción de la voluntad. Dios ha dado a los hombres el poder de elegir; depende de ellos el ejercerlo. No podéis cambiar vuestro corazón, ni dar por vosotros mismos sus afectos a Dios; pero podéis elegir servirle. Podéis darle vuestra voluntad, para que él obre en vosotros, tanto el querer como el hacer, según su voluntad. De ese modo vuestra naturaleza entera estará bajo el dominio del Espíritu de Cristo, vuestros afectos se concentrarán en él y vuestros pensamientos se pondrán en armonía con él.

Desear ser bondadosos y santos es rectísimo; pero si sólo llegáis hasta allí de nada os valdrá. Muchos se perderán esperando y deseando ser cristianos. No llegan al punto de dar su voluntad a Dios. No eligen ser cristianos ahora.

Por medio del debido ejercicio de la voluntad, puede obrarse un cambio completo en vuestra vida. Al dar vuestra voluntad a Cristo. Os unís con el poder que está sobre todo principado y potestad. Tendréis fuerza de lo alto para sosteneros firmes, y rindiéndoos así constantemente a Dios seréis fortalecidos para vivir una vida nueva, es a saber, la vida de la fe.

"Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga."

— Mateo 11:29, 30

"Mucha paz tienen los que aman tu Ley, Y no hay para ellos tropiezo."

— Salmos 119:165

6. Maravillas Obradas

por la Fe

A medida que vuestra conciencia ha sido vivificada por el Espíritu Santo habéis visto algo de la perversidad del pecado, de su poder, su culpa, su miseria; y lo miráis con aborrecimiento. Veis que el pecado os ha separado de Dios y que estáis bajo la servidumbre del poder del mal. Cuanto más lucháis por escaparos, tanto más comprendéis vuestra impotencia. Vuestros motivos son impuros, vuestro corazón está corrompido. Veis que vuestra vida ha estado colmada de egoísmo y pecado. Ansiáis ser perdonados, limpiados y libertados. ¿Qué podéis hacer para obtener la armonía con Dios y la semejanza a él?

Lo que necesitáis es paz: el perdón, la paz y el amor del cielo en el alma. No se los puede comprar con dinero, la inteligencia no los puede obtener, la sabiduría no los puede alcanzar; nunca podéis esperar conseguirlos por vuestro propio esfuerzo. Mas Dios os lo ofrece como un don, "sin dinero y sin precio" (Isaías 55: 1). Son vuestros, con tal que extendáis la mano para tomarlos. El Señor dice: "¡Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque fuesen rojos como el carmesí, como lana quedarán!" (Isaías 1: 18). "También os daré un nuevo corazón, y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros." (Ezequiel 36: 26).

Habéis confesado vuestros pecados y los habéis quitado de vuestro corazón. Habéis resuelto entregaros a Dios. Id pues a él y pedidle que os limpie de vuestros pecados y os dé un corazón nuevo. Creed que lo hará porque lo ha prometido. Esta es la lección que Jesús enseñó durante el tiempo que estuvo en la tierra: que debemos creer que recibimos el don que Dios nos promete y que es nuestro. Jesús sanaba a los enfermos cuando tenían fe en su poder; les ayudaba con las cosas que podían ver, inspirándoles así confianza en él tocante a las cosas que no podían ver, induciéndolos a creer en su poder de perdonar pecados. Establece esto claramente en el caso del paralítico: "Mas para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): ¡Levántate, toma tu cama y vete a tu casa!" (San Mateo 9: 6). Así también Juan el evangelista, al hablar de los milagros de Cristo, dice: "Estas cosas empero han sido escritas, para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que creyendo, tengáis vida en su nombre." (San Juan 20: 31).

Del simple relato de la Biblia de cómo Jesús sanaba a los enfermos podemos aprender algo acerca del modo de ir a Cristo para que nos perdone nuestros pecados. Veamos ahora el caso del paralítico de Betesda. Este pobre enfermo estaba imposibilitado; no había usado sus miembros por treinta y ocho años. Con todo, Jesús le dijo: "¡Levántate, alza tu camilla, y anda!" El paralítico podría haber dicho: ‘Señor, si me sanas primero, obedeceré tu palabra.’ Pero no; creyó a la palabra de Cristo, creyó que estaba sano, e hizo el esfuerzo en seguida; quiso andar y anduvo. Confió en la palabra de Cristo y Dios le dio el poder.

Así quedó completamente sano.

Así también tú eres pecador. No puedes expiar tus pecados pasados, no puedes cambiar tu corazón y hacerte santo. Mas Dios promete hacer todo esto por ti mediante Cristo. Crees en esa promesa. Confiesas tus pecados y te entregas a Dios. Quieres servirle. Tan ciertamente como haces esto, Dios cumplirá su palabra contigo. Si crees la promesa, si crees que estás perdonado y limpiado, Dios suplirá el hecho; estás sano, tal como Cristo dio potencia al paralítico para andar cuando el hombre creyó que había sido sanado. Así es si así lo crees.

No esperes sentir que estás sano, mas di: "Lo creo; así es, no porque lo sienta, sino porque Dios lo ha prometido."

Dice Jesús: "Todo cuanto pidiereis en la oración, creed que lo recibisteis ya; y lo tendréis." (San Marcos 11: 24). Hay una condición en esta promesa: que pidamos conforme a la voluntad de Dios. Pero es la voluntad de Dios limpiarnos de pecado, hacernos hijos suyos y ponernos en actitud de vivir una vida santa. De modo que podemos pedir a Dios estas bendiciones, creer que las recibimos y agradecerle por haberlas recibido. Es nuestro privilegio ir a Jesús para que nos limpie, y estar en pie delante de la ley sin confusión ni remordimiento. "Así que ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu." (Romanos 8: 1).

De modo que ya no sois vuestros; porque comprados sois por precio. "Sabiendo que fuisteis redimidos, . . . no con cosas corruptibles, como plata y oro, sino con preciosa sangre, la de Cristo, como de un cordero sin defecto e inmaculado." (1 San Pedro 1: 18, 19). Por el simple hecho de creer en Dios, el Espíritu Santo ha engendrado una vida nueva en vuestro corazón. Sois como un niño nacido en la familia de Dios, y él os ama como a su Hijo.

Ahora bien, ya que os habéis consagrado a Jesús, no volváis atrás, no os separéis de él, mas todos los días decid: "Soy de Cristo; pertenezco a él;" y pedidle que os dé su Espíritu y que os guarde por su gracia. Puesto que es consagrándoos a Dios y creyendo en él como sois hechos sus hijos, así también debéis vivir en él. Dice el apóstol: "De la manera, pues que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él." (Colosenses 2: 6).

Algunos parecen creer que deben estar a prueba y que deben demostrar al Señor que se han reformado, antes de poder contar con su bendición.

Mas ellos pueden pedir la bendición de Dios ahora mismo. Deben tener su gracia, el Espíritu de Cristo, para que los ayude en sus flaquezas; de otra manera no pueden resistir al mal. Jesús se complace en que vayamos a él como somos, pecaminosos, impotentes, necesitados. Podemos ir con toda nuestra debilidad, insensatez y maldad y caer arrepentidos a sus pies. Es su gloria estrecharnos en los brazos de su amor, vendar nuestras heridas y limpiarnos de toda impureza. Miles se equivocan en esto: no creen que Jesús les perdona personal e individualmente. No creen al pie de la letra lo que Dios dice. Es el privilegio de todos los que llenan las condiciones saber por sí mismos que el perdón de todo pecado es gratuito.

Alejad la sospecha de que las promesas de Dios no son para vosotros. Son para todo pecador arrepentido. Cristo ha provisto fuerza y gracia para que los ángeles ministradores las lleven a toda alma creyente. Ninguno hay tan malvado que no encuentre fuerza, pureza y justicia en Jesús, que murió por los pecadores. El está esperándolos para cambiarles los vestidos sucios y corrompidos del pecado por las vestiduras blancas de la justicia; les da vida y no perecerán.

Dios no nos trata como los hombres se tratan entre sí. Sus pensamientos son pensamientos de misericordia, de amor y de la más tierna compasión. Él dice: "¡Deje el malo su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá compasión de él, y a nuestro Dios, porque es grande en perdonar!" "He borrado, como nublado, tus transgresiones, y como una nube tus pecados." (Isaías 55: 7; 44: 22). "No me complazco en la muerte del que muere, dice Jehová el Señor: ¡volveos pues, y vivid!" (Ezequiel 18: 32).

Satanás está pronto para quitarnos la bendita seguridad que Dios nos da. Desea quitarnos toda vislumbre de esperanza y todo rayo de luz del alma; mas no se lo permitáis. No prestéis oído al tentador, antes decid: "Jesús ha muerto para que yo viva. Me ama y no quiere que perezca. Tengo un Padre celestial muy compasivo; y aunque he abusado de su amor, aunque he disipado las bendiciones que me ha dado, me levantaré e iré a mi Padre y le diré: ‘¡Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: haz que yo sea como uno de tus jornaleros!’" En la parábola vemos cómo será recibido el extraviado: "Y estando todavía lejos, le vio su padre; y conmoviéronsele las entrañas; y corrió, y le echó los brazos al cuello, y le besó." (San Lucas 15: 18-20).

Más aún, esta parábola tan tierna y conmovedora, es apenas un reflejo de la compasión de nuestro Padre celestial. El Señor declara por su profeta: "Con amor eterno te he amado, por tanto te he extendido mi misericordia." (Jeremías 31: 3). Cuando el pecador está aún lejos de la casa de su padre desperdiciando su hacienda en un país extranjero, el corazón del Padre se compadece de él; y cada deseo profundo de volver a Dios, despertado en el alma, no es sino la tierna invitación de su Espíritu, que insta, ruega y atrae al extraviado al seno amorosísimo de su Padre.

Con tan preciosas promesas bíblicas delante de vosotros, ¿podéis dar lugar a la duda? ¿Podéis creer que cuando el pobre pecador desea volver, desea abandonar sus pecados, el Señor le impide decididamente que venga arrepentido a sus pies? ¡Fuera con tales pensamientos! Nada puede destruir más vuestra propia alma que tener tal concepto de vuestro Padre celestial. El aborrece el pecado, mas ama al pecador, habiéndose dado, en la persona de Cristo, para que todos los que quieran puedan ser salvos y tener bendiciones eternas en el reino de gloria. ¿Qué lenguaje más tierno o más fuerte podría haberse empleado que el elegido por él para expresar su amor hacia nosotros?

Él declara: "¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante, de modo que no tenga compasión del hijo de sus entrañas? ¡Aún las tales le pueden olvidar; mas no me olvidaré yo de ti!" (Isaías 49: 15).

Alzad la vista los que vaciláis y tembláis; porque Jesús vive para interceder por nosotros. Agradeced a Dios por el don de su Hijo amado y pedid que no haya muerto en vano por vosotros. Su Espíritu os invita hoy. Id con todo vuestro corazón a Jesús y demandad sus bendiciones. Cuando leáis las promesas, recordad que son la expresión de un amor y una piedad inefables. El gran corazón de amor infinito se siente atraído hacia el pecador por una compasión ilimitada. "En quien tenemos redención por medio de su sangre, la remisión de nuestros pecados." (Efesios 1: 7). Sí, creed tan sólo que Dios es vuestro ayudador. Él quiere restituir su imagen moral en el hombre. Acercaos a él con confesión y arrepentimiento y él se acercará a vosotros con misericordia y perdón.

 

7. Cómo Lograr una Magnífica Renovación

"Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: las cosas viejas pasaron ya, he aquí que todo se ha hecho nuevo." (2 Corintios 5: 17).

Tal vez alguno no Podrá decir el tiempo o el lugar exacto, ni trazar toda la cadena de circunstancias del proceso de su conversión; pero esto no prueba que no se haya convertido. Cristo dijo a Nicodemo: "El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido, mas no sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu." (San Juan 3: 8). Así como el viento es invisible y, sin embargo, se ven y se sienten claramente sus efectos, así obra el Espíritu de Dios en el corazón humano.

El poder regenerador que ningún ojo humano puede ver, engendra una vida nueva en el alma; crea un nuevo ser conforme a la imagen de Dios. Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos. Cuando el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios, el hecho se manifiesta en la vida. Al paso que no podemos hacer nada para cambiar nuestro corazón, ni para ponernos en armonía con Dios, al paso que no debemos confiar para nada en nosotros ni en nuestras buenas obras, nuestras vidas han de revelar si la gracia de Dios mora en nosotros.

Se notará un cambio en el carácter, en las costumbres y ocupaciones. La diferencia será muy clara e inequívoca entre lo que han sido y lo que son. El carácter se da a conocer, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino por la tendencia de las palabras y de los actos en la vida diaria.

Es cierto que puede haber una corrección del comportamiento externo, sin el poder regenerador de Cristo. El amor a la influencia y el deseo de la estimación de otros pueden producir una vida muy ordenada. El respeto propio puede impulsarnos a evitar la apariencia del mal. Un corazón egoísta puede ejecutar obras generosas. ¿De qué medio nos valdremos, entonces, para saber a qué clase pertenecemos?

¿Quién posee nuestro corazón? ¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta hablar? ¿Para quién son nuestros más ardientes afectos y nuestras mejores energías? Si somos de Cristo, nuestros pensamientos están con él y nuestros más gratos pensamientos son para él. Todo lo que tenemos y somos lo hemos consagrado a él. Deseamos vehementemente ser semejantes a él, tener su Espíritu, hacer su voluntad y agradarle en todo.

Los que son hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús manifiestan los frutos del Espíritu: "amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza." (Gálatas 5: 22, 23). Ya no se conforman por más tiempo con las concupiscencias anteriores, sino que por la fe del Hijo de Dios siguen sus pisadas, reflejan su carácter y se purifican a sí mismos así como él es puro. Aman ahora las cosas que en un tiempo aborrecían y aborrecen las cosas que en otro tiempo amaban. El que era orgulloso y dominante, ahora es manso y humilde de corazón. El que antes era vano y altanero, ahora es serio y discreto. El que antes era borracho, ahora es sobrio y el que era libertino, puro. Han dejado las costumbres y modas vanas del mundo. Los cristianos no buscan "el adorno exterior", sino que "sea adornado el hombre interior del corazón, con la ropa imperecedera de un espíritu manso y sosegado." (1 San Pedro 3: 3, 4).

No hay evidencia de arrepentimiento verdadero cuando no se produce una reforma en la vida. Si restituye la prenda, devuelve lo que hubiere robado, confiesa sus pecados y ama a Dios y a su prójimo, el pecador puede estar seguro de que pasó de muerte a vida.

Cuando venimos a Cristo, como seres errados y pecaminosos, y nos hacemos participantes de su gracia perdonadora, nace en nuestro corazón el amor a él. Toda carga resulta ligera; porque el yugo de Cristo es suave. Nuestros deberes se hacen deliciosos y los sacrificios, un gozo. El sendero que en el pasado nos parecía cubierto de tinieblas ahora brilla con los rayos del Sol de Justicia.

La belleza del carácter de Cristo se verá en los que le siguen. Era su delicia hacer la voluntad de Dios. El poder predominante en la vida de nuestro Salvador era el amor a Dios y el celo por su gloria. El amor embellecía y ennoblecía todas sus acciones. El amor es de Dios, no puede producirlo u originarlo el corazón inconverso. Se encuentra solamente en el corazón donde Cristo reina. "Nosotros amamos, por cuanto él nos amó primero." (1 San Juan 4: 19). En el corazón regenerado por la gracia divina, el amor es el móvil de las acciones. Modifica el carácter, gobierna los impulsos, restringe las pasiones, domina la enemistad y ennoblece los afectos. Este amor alimentado en el alma, endulza la vida y derrama una influencia purificadora en todo su derredor.

Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios, particularmente los que apenas han comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente guardarse. El primero, sobre el que ya se ha insistido, es el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que está procurando llegar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos.

El error opuesto y no menos peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios; que puesto que solamente por la fe somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención.

Pero nótese aquí que la obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de su misma naturaleza; es la personificación del gran principio del amor y, en consecuencia, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones son regenerados a la semejanza de Dios, si el amor divino es implantado en el corazón, ¿no se manifestará la ley de Dios en la vida?

Cuando es implantado el principio del amor en el corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: "Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré." (Hebreos 10: 16). Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir, el servicio y la lealtad de amor, es la verdadera prueba del discipulado. Siendo así, la Escritura dice: "Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos." "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él." (1 San Juan 5: 3; 2: 4). En vez de que la fe exima al hombre de la obediencia, es la fe, y sólo ella, la que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo capacita para obedecerlo.

No ganamos la salvación con nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios, que se recibe por la fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe. "Sabéis que él fue manifestado para quitar los pecados, y en él no hay pecado. Todo aquel que mora en él no peca; todo aquel que peca no le ha visto, ni le ha conocido." (1 San Juan 3: 5, 6). He aquí la verdadera prueba. Si moramos en Cristo, si el amor de Dios mora en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones, tienen que 61 estar en armonía con la voluntad de Dios como se expresa en los preceptos de su santa ley. "¡Hijitos míos, no dejéis que nadie os engañe! el que obra justicia es justo, así como él es justo." (1 San Juan 3: 7). Sabemos lo que es justicia por el modelo de la santa ley de Dios, como se expresa en los Diez Mandamientos dados en el Sinaí.

Esa así llamada fe en Cristo, que según se declara exime a los hombres de la obligación de la obediencia a Dios, no es fe sino presunción. "Por gracia sois salvos, por medio de la fe." Mas "la fe, si no tuviere obras, es de suyo muerta." (Efesios 2: 8; Santiago 2: 7). Jesús dijo de sí mismo antes de venir al mundo: "Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón." (Salmo 40: 8). Y cuando estaba por ascender a los cielos, dijo otra vez: "Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor." (San Juan 15: 10). La Escritura dice: "Y en esto sabemos que le conocemos a él, a saber, si guardamos sus mandamientos.... El que dice que mora en él, debe también él mismo andar así como él anduvo." (1 San Juan 2: 3-6). "Pues que Cristo también sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis en sus pisadas." (1 San Pedro 2: 21).

La condición para alcanzar la vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal cual era en el paraíso antes de la caída de nuestros primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la perfecta justicia. Si la vida eterna se concediera con alguna condición inferior a ésta, peligraría la felicidad de todo el universo. Se le abriría la puerta al pecado con todo su séquito de dolor y miseria para siempre.

Era posible para Adán, antes de la caída, conservar un carácter justo por la obediencia a la ley de Dios. Mas no lo hizo, y por causa de su caída tenemos una naturaleza pecaminosa y no podemos hacernos justos a nosotros mismos. Puesto que somos pecadores y malos, no podemos obedecer perfectamente una ley santa. No tenemos por nosotros mismos justicia con que cumplir lo que la ley de Dios demanda. Mas Cristo nos ha preparado una vía de escape. Vivió sobre la tierra en medio de pruebas y tentaciones tales como las que nosotros tenemos que arrostrar. Sin embargo, su vida fue impecable. Murió por nosotros y ahora ofrece quitarnos nuestros pecados y vestirnos de su justicia. Si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por pecaminosa que haya sido vuestra vida, seréis contados entre los justos por consideración a el. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado.

Más aún, Cristo cambia el corazón. Habita en vuestro corazón por la fe. Debéis mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de vuestra voluntad a él; mientras hagáis esto, él obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a su voluntad. Así podréis decir: "Aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí" (Gálatas 2: 20). Así dijo Jesús a sus discípulos: "No sois vosotros quienes habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros." (San Mateo 10: 20). De modo que si Cristo obra en vosotros, manifestaréis el mismo espíritu y haréis las mismas obras: obras de justicia y obediencia.

Así pues no hay nada en nosotros mismos de que jactarnos. No tenemos motivo para ensalzarnos. El único fundamento de nuestra esperanza es la justicia de Cristo imputada a nosotros y la que produce su Espíritu obrando en nosotros y por nosotros.

Cuando hablamos de la fe debemos tener siempre presente una distinción. Hay una clase de creencia enteramente distinta de la fe. La existencia y el poder de Dios, la verdad de su Palabra, son hechos que aun Satanás y sus huestes no pueden negar de corazón. La Biblia dice que "los demonios lo creen, y tiemblan" (Santiago 2: 19), pero ésta no es fe. Donde no sólo hay una creencia en la Palabra de Dios, sino una sumisión de la voluntad a él; donde se le da a él el corazón y los afectos se fijan en él, allí hay fe, fe que obra por el amor y purifica el alma. Mediante esta fe, el corazón se renueva conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado carnal no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se deleita después en sus santos preceptos, diciendo con el salmista: "¡Oh cuánto amo tu ley! todo el día es ella mi meditación." (Salmo 119: 97). Y la justicia de la ley se cumple en nosotros, los que no andamos "conforme a la carne, mas conforme al espíritu." (Romanos 8: 1).

Hay quienes han conocido el amor perdonador de Cristo y desean realmente ser hijos de Dios; sin embargo, reconocen que su carácter es imperfecto y su vida defectuosa, y están propensos a dudar de que sus corazones hayan sido regenerados por el Espíritu Santo. A los tales quiero decirles que no se abandonen a la desesperación. Tenemos a menudo que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y errores; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos arrojados, ni abandonados, ni rechazados por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios e intercede por nosotros. Dice el discípulo amado: "Estas cosas os escribo, para que no pequéis. Y si alguno pecare, abogado tenemos para con el Padre, a saber, a Jesucristo el Justo." (1 San Juan 2: 1).

Y no olvidéis las palabras de Cristo: "Porque el Padre mismo os ama." (San Juan 16: 27). Él quiere que os reconciliéis con él, quiere ver su pureza y santidad reflejadas en vosotros. Y si tan sólo queréis entregaros a él, el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará, hasta el día de Jesucristo. Orad con más fervor; creed más plenamente. A medida que desconfiemos de nuestra propia fuerza, confiaremos en el poder de nuestro Redentor, y luego alabaremos a Aquel que es la salud de nuestro rostro.

Cuanto más cerca estéis de Jesús, más imperfectos os reconoceréis, porque veréis más claramente vuestros defectos a la luz del contraste de su perfecta naturaleza. Esta es una evidencia de que los engaños de Satanás han perdido su poder y de que el Espíritu de Dios os está despertando.

No puede existir amor profundo por Jesús en el corazón que no comprende su propia perversidad. El alma que se haya transformado por la gracia de Cristo, admirará su divino carácter. Pero el no ver nuestra propia deformidad moral, es una prueba inequívoca de que no hemos llegado a ver la belleza y excelencia de Cristo.

Mientras menos cosas dignas de estima veamos en nosotros, más encontraremos que estimar en la pureza y santidad infinitas de nuestro Salvador. Una idea de nuestra pecaminosidad nos puede guiar a Aquel que nos puede perdonar; y cuando, comprendiendo nuestra impotencia, nos esforcemos en seguir a Cristo, él se nos revelará con poder. Cuanto más nos guíe la necesidad a él y a la Palabra de Dios, tanto más elevada visión tendremos de su carácter y más plenamente reflejaremos su imagen.

 

8. El Secreto del Crecimiento

En la Biblia se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo los que están recién convertidos a Cristo, son como "niños recién nacidos", "creciendo" (1 San Pedro 2: 2; Efesios 4: 15). a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán "llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado" (Isaías 61: 3). Del mundo natural se sacan así ilustraciones para ayudarnos a entender mejor las verdades misteriosas de la vida espiritual.

Toda la sabiduría e inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más pequeño de la naturaleza. Solamente por la vida que Dios mismo les ha dado pueden vivir las plantas y los animales. Asimismo es solamente mediante la vida de Dios como se engendra la vida espiritual en el corazón de los hombres. Si el hombre no "naciere de nuevo" (San Juan 3: 3)—no puede ser hecho participante de la vida que Cristo vino a dar.

Lo que sucede con la vida, sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar "primero hierba, luego espiga, luego grano lleno en la espiga" (San Marcos 4: 28). El profeta Oseas dice que Israel "echará flores como el lirio." "Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid." (Oseas 14: 5, 7). Y Jesús nos dice: "¡Considerad los lirios, cómo crecen!" (San Lucas 12: 27). Las plantas y las flores crecen no por su propio cuidado o solicitud o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios ha proporcionado para que les dé vida. El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo a su estatura.

Ni vosotros podréis por vuestra solicitud o esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmósfera que los rodea aquello que les da vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, es Cristo para los que confían en él. El es su "luz eterna", "escudo y sol" (Isaías 60: 19; Salmo 84: 11). Será como el "rocío a Israel". "Descenderá como la lluvia sobre el césped cortado." (Oseas 14: 5; Salmo 72: 6). Él es el agua viva, "el pan de Dios . . . que descendió del cielo, y da vida al mundo" (San Juan 6: 33).

En el don incomparable de su Hijo, ha rodeado Dios al mundo entero en una atmósfera de gracia tan real como el aire que circula en derredor del globo. Todos los que quisieren respirar esta atmósfera vivificante vivirán y crecerán hasta la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús. Como la flor se torna hacia el sol, a fin de que los brillantes rayos la ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos tornarnos hacia el Sol de Justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros, para que nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo.

Jesús enseña la misma cosa cuando dice: "¡Permaneced en mí, y yo en vosotros! Como no puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no permaneciera en la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí.... Porque separados de mí nada podéis hacer." (San Juan 15: 4, 5). Así también vosotros necesitáis del auxilio de Cristo, para poder vivir una vida santa, como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación. Fuera de él no tenéis vida. No hay poder en vosotros para resistir la tentación o para crecer en la gracia o en la santidad. Morando en él podéis florecer.

Recibiendo vuestra vida de él, no os marchitaréis ni seréis estériles. Seréis como el árbol plantado junto a arroyos de aguas.

Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Mas tales esfuerzos se desvanecerán. Jesús dice: "Porque separados de mí nada podéis hacer". Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. solamente estando en comunión con él diariamente, a cada hora permaneciendo en él, es como hemos de crecer en la gracia. El no es solamente el autor sino también el consumador de nuestra fe. Cristo es el principio, el fin, la totalidad. Estará con nosotros no solamente al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: "A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré." (Salmo 16: 8).

Preguntaréis, tal vez: "¿Cómo permaneceremos en Cristo? " Del mismo modo en que lo recibisteis al principio. "De la manera, pues que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él." "El justo... vivirá por la fe." (Colosenses 2: 6; Hebreos 10: 38). Habéis profesado daros a Dios, con el fin de ser enteramente suyos, para servirle y obedecerle, y habéis aceptado a Cristo como vuestro Salvador. No podéis por vosotros mismos expiar vuestros pecados o cambiar vuestro corazón; mas habiéndoos entregado a Dios, creísteis que por causa de Cristo él hizo todo esto por vosotros. Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en él dando y tomando a la vez. Tenéis que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, daros a él para obedecer todos sus requerimientos; y debéis tomar todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que habite en vuestro corazón y para que sea vuestra fuerza, vuestra justicia, vuestra eterna ayuda, a fin de que os dé poder para obedecerle.

Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: "Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio. Mora conmigo y sea toda mi obra hecha en ti". Este es un asunto diario. Cada mañana conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a él, para ponerlos en práctica o abandonarlos según te lo indicare su providencia. Sea puesta así tu vida en las manos de Dios y será cada vez mas semejante a la de Cristo.

La vida en Cristo es una vida de reposo. Puede no haber éxtasis de la sensibilidad, pero debe haber una confianza continua y apacible. Vuestra esperanza no está en vosotros; está en Cristo.

Vuestra debilidad está unida a su fuerza, vuestra ignorancia a su sabiduría, vuestra fragilidad a su eterno poder. Así que no debéis miraros a vosotros, ni depender de vosotros, mas mirad a Cristo. Pensad en su amor, en su belleza y en la perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor: esto es lo que debe contemplar el alma. Amándole, imitándole, dependiendo enteramente de él, es como seréis transformados a su semejanza.

Jesús dice: "Permaneced en mí" Estas palabras dan idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: "¡Venid a mí ... y os daré descanso!" (San Mateo 11: 28). Las palabras del salmista expresan el mismo pensamiento: "Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia." Isaías asegura que "en quietud y confianza será vuestra fortaleza." (Salmo 37: 7; Isaías 30: 15). Este descanso no se funda en la inactividad: porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso está unida con el llamamiento al trabajo: "Tomad mi yugo sobre vosotros, y . . hallaréis descanso." (San Mateo 11 : 29).

El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el mas ardiente y activo en el trabajo para él.

Cuando el hombre dedica muchos pensamientos a sí mismo, se aleja de Cristo: manantial de fortaleza y vida. Por esto Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador e impedir así la unión y comunión del alma con Cristo. Los placeres del mundo, los cuidados de la vida Y sus perplejidades y tristezas, las faltas de otros o vuestras propias faltas e imperfecciones: hacia alguna de estas cosas, o hacia todas ellas, procura desviar la mente. No seáis engañados por sus maquinaciones. A muchos que son realmente concienzudos y que desean vivir para Dios, los hace también detenerse a menudo en sus faltas y debilidades, y al separarlos así de Cristo, espera obtener la victoria.

No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestros pensamientos, ni alimentar ansiedad ni temor acerca de si seremos salvos o no. Todo esto es lo que desvía el alma de la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendad vuestra alma al cuidado de Dios y confiad en él. Hablad de Jesús y pensad en él. Piérdase en él vuestra personalidad. Desterrad toda duda; disipad vuestros temores. Decid con el apóstol Pablo: "Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí." (Gálatas 2: 20). Reposad en Dios. Él puede guardar lo que le habéis confiado. Si os ponéis en sus manos, él os hará más que vencedores por Aquel que nos amó.

Cuando Cristo se humanó, se unió a sí mismo a la humanidad con un lazo de amor que jamás romperá poder alguno, salvo la elección del hombre mismo. Satanás constantemente nos presenta engaños para inducirnos a romper este lazo: elegir separarnos de Cristo. Sobre esto necesitamos velar, luchar, orar, para que ninguna cosa pueda inducirnos a elegir otro maestro; pues estamos siempre libres para hacer esto. Mas tengamos los ojos fijos en Cristo, y él nos preservará. Confiando en Jesús estamos seguros. Nada puede arrebatarnos de su mano. Mirándolo constantemente, "somos transformados en la misma semejanza, de gloria en gloria, así como por el Espíritu del Señor." (2 Corintios 3: 18).

Así fue como los primeros discípulos se hicieron semejantes a nuestro Salvador. Cuando ellos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad de él. Lo buscaron, lo encontraron, lo siguieron. Estaban con él en la casa, a la mesa, en su retiro, en el campo. Estaban con él como discípulos con un maestro, recibiendo diariamente de sus labios lecciones de santa verdad. Lo miraban como los siervos a su señor, para aprender sus deberes. Aquellos discípulos eran hombres sujetos "a las mismas debilidades que nosotros" (Santiago 5: 17). Tenían la misma batalla con el pecado. Necesitaban la misma gracia, a fin de poder vivir una vida santa.

Aun Juan, el discípulo amado, el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del salvador, no poseía naturalmente esa belleza de carácter. No solamente hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Mas cuando se le manifestó el carácter de Cristo, vio sus defectos y el conocimiento de ellos lo humilló. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que él vio en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración y amor. De día en día era su corazón atraído hacia Cristo, hasta que se olvidó de sí mismo por amor a su Maestro. Su genio, resentido y ambicioso, cedió al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter. Este es el resultado seguro de la unión con Jesús. Cuando Cristo habita en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor, ablandan el corazón, someten el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo.

Cuando Cristo ascendió a los cielos, la sensación de su presencia permaneció aún con los que le seguían. Era una presencia personal, llena de amor y luz. Jesús, el Salvador, que había andado y conversado y orado con ellos, que había hablado a sus corazones palabras de esperanza y consuelo, fue arrebatado de ellos al cielo mientras les comunicaba aún un mensaje de paz, y los acentos de su voz: "He aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo." (San Mateo 28: 20) llegaban todavía a ellos, cuando una nube de ángeles lo recibió. Había ascendido al cielo en forma humana. Sabían que estaba delante del trono de Dios, como Amigo y Salvador suyo todavía; que sus simpatías no habían cambiado; que estaba aún identificado con la doliente humanidad. Estaba presentando delante de Dios los méritos de su propia sangre, estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, como memoria del precio que había pagado por sus redimidos. Sabían que él había ascendido al cielo para prepararles lugar y que vendría otra vez para llevarlos consigo.

Al congregarse después de su ascensión, estaban ansiosos de presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne temor se postraron en oración, repitiendo la promesa: "Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre: pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo." (San Juan 16: 23, 24). Extendieron más y más la mano de la fe presentando aquel poderoso argumento: "¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fue levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros!" (Romanos 8: 34).

Y en el día de Pentecostés vino a ellos la presencia del Consolador, del cual Cristo había dicho: "Estará en vosotros". Y les había dicho más: "Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré" (San Juan 14: 17 ; 16: 7). Y desde aquel día Cristo había de morar continuamente por el Espíritu en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos era más estrecha que cuando él estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían en ellos, de tal manera que los hombres, mirándolos, "se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús" (Hechos 4: 13).

Todo lo que Cristo fue para sus primeros discípulos, desea serlo para sus hijos hoy; porque en su última oración, realizada con el pequeño grupo de discípulos que reunió a su alrededor, dijo: "No ruego solamente por éstos, sino por aquellos también que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos." (San Juan 17: 20).

Jesús oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con él, así como él es uno con el Padre. ¡Qué unión tan preciosa! El Salvador había dicho de sí mismo: "No puede el Hijo hacer nada de sí mismo", "el Padre, morando en mí, hace sus obras." (San Juan 5: 19; 14: 10). De modo que si Cristo está en nuestro corazón, obrará en nosotros "así el querer como el obrar a causa de su buena voluntad." (Filipenses 2:13). Trabajaremos como trabajó él; manifestaremos el mismo espíritu. Y amándole y morando en él así, creceremos "en todos respectos en el que es la Cabeza, es decir, en Cristo." (Efesios 4: 15).

CAPÍTULO 9

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