El Ministerio de Curación 1A
El Verdadero Médico Misionero 3 - Con la Naturaleza y con Dios "Yo estoy entre vosotros como aquel que sirve" Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo como siervo para suplir incansablemente la necesidad del hombre. "Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias" (S. Mateo 8:17), para atender a todo menester humano. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y pecado. Era su misión ofrecer a los hombres completa restauración; vino para darles salud, paz y perfección de carácter. Variadas eran las circunstancias y necesidades de los que suplicaban su ayuda, y ninguno de los que a él acudían quedaba sin socorro. De él fluía un caudal de poder curativo que sanaba de cuerpo, espíritu y alma a los hombres. La obra del Salvador no se limitaba a tiempo ni lugar determinado. Su compasión no conocía límites. En tan grande escala realizaba su obra de curación y de enseñanza, que no había en Palestina edificio bastante grande para dar cabida a las muchedumbres que a él acudían. Encontrábase su hospital en los verdes collados de Galilea, en los caminos reales, junto a la ribera del lago, en las sinagogas, y doquiera podían llevarle enfermos. En toda ciudad, villa y aldea por donde pasaba, ponía las manos sobre los pacientes y los sanaba. Doquiera hubiese corazones dispuestos a recibir su mensaje, los consolaba con la seguridad de que su Padre celestial los amaba. Todo el día servía a los que acudían a él; y al anochecer atendía a los que habían tenido que trabajar penosamente durante el día para ganar el escaso sustento de sus familias. Jesús cargaba con el tremendo peso de la responsabilidad de la salvación de los hombres. Sabía que sin un cambio decisivo en los principios y propósitos de la raza humana, todo se perdería. Ésto acongojaba su alma, y nadie podía darse cuenta del peso que le abrumaba. En su niñez, juventud y edad viril, anduvo solo. No obstante, estar con él era estar en el cielo. Día tras día sufría pruebas y tentaciones; día tras día estaba en contacto con el mal y notaba el poder que éste ejercía en aquellos a quienes él procuraba bendecir y salvar. Pero con todo, no flaqueó ni se desalentó. En todas las cosas, sujetaba sus deseos estrictamente a su misión. Glorificaba su vida subordinándola en todo a la voluntad de su Padre. Cuando, en su juventud, su madre, al encontrarle en la escuela de los rabinos, le dijo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho así?", respondió, dando la nota fundamental de la obra de su vida: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?" (S. Lucas 2:48, 49.) Era su vida una continua abnegación. No tuvo hogar en este mundo, a no ser cuando la bondad de sus amigos proveía a sus necesidades de sencillo caminante. Llevó en favor nuestro la vida de los más pobres; anduvo y trabajó entre los menesterosos y dolientes. Entraba y salía entre aquellos por quienes tanto hiciera sin que le reconocieran ni le honraran. Siempre se le veía paciente y alegre, y los afligidos le aclamaban como mensajero de vida y paz. Veía las necesidades de hombres y mujeres, de niños y jóvenes, y a todos invitaba diciéndoles: "Venid a mí." (San Mateo 11: 28.) En el curso de su ministerio, dedicó Jesús más tiempo a la curación de los enfermos que a la predicación. Sus milagros atestiguaban la verdad de lo que dijera, a saber que no había venido a destruir, sino a salvar. Doquiera iba, las nuevas de su misericordia le precedían. Donde había pasado se alegraban en plena salud los que habían sido objeto de su compasión y usaban sus recuperadas facultades. Muchedumbres los rodeaban para oírlos hablar de las obras que había hecho el Señor. Su voz era para muchos el primer sonido que oyeran, su nombre la primera palabra que jamás pronunciaran, su semblante el primero que jamás contemplaran. ¿Cómo no habrían de amar a Jesús y darle gloria? Cuando pasaba por pueblos y ciudades, era como corriente vital que derramara vida y gozo por todas partes. "La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, hacia la mar, más allá del Jordán, Galilea de las naciones; el pueblo que estaba sentado en tinieblas ha visto gran luz, y a los sentados en la región y sombra de muerte, luz les ha resplandecido." (San Mateo 4:15-16, V.M.) El Salvador aprovechaba cada curación que hacía para sentar principios divinos en la mente y en el alma. Tal era el objeto de su obra. Prodigaba bendiciones terrenales para inclinar los corazones de los hombres a recibir el Evangelio de su gracia. Cristo hubiera podido ocupar el más alto puesto entre los maestros de la nación judaica; pero prefirió llevar el Evangelio a los pobres. Iba de lugar en lugar, para que los que se encontraban en los caminos reales y en los atajos oyeran las palabras de verdad. A orillas del mar, en las laderas de los montes, en las calles de la ciudad, en la sinagoga, se oía su voz explicando las Sagradas Escrituras. Muchas veces enseñaba en el atrio exterior del templo para que los gentiles oyeran sus palabras. Las explicaciones que de las Escrituras daban los escribas y fariseos discrepaban tanto de las de Cristo que ésto llamaba la atención del pueblo. Los rabinos hacían hincapié en la tradición, en teorías y especulaciones humanas. Muchas veces, en lugar de la Escritura misma daban lo que los hombres habían enseñado y escrito acerca de ella. El tema de lo que enseñaba Cristo era la Palabra de Dios. A los que le interrogaban les respondía sencillamente: "Escrito está, "¿Qué dice la Escritura?" "¿Cómo lees?" Cada vez que un amigo o un enemigo manifestaba interés, Cristo le presentaba la Palabra. Proclamaba con claridad y potencia el mensaje del Evangelio. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de patriarcas y profetas, y las Escrituras llegaban así a los hombres como una nueva revelación. Nunca hasta entonces habían percibido sus oyentes tan profundo significado en la Palabra de Dios. Jamás hubo evangelista como Cristo. Él era la Majestad del cielo; pero se humilló hasta tomar nuestra naturaleza para ponerse al nivel de los hombres. A todos, ricos y pobres, libres y esclavos, ofrecía Cristo, el Mensajero del pacto, las nuevas de la salvación. Su fama de médico incomparable cundía por toda Palestina. A fin de pedirle auxilio, los enfermos acudían a los sitios por donde iba a pasar. Allí también acudían muchos que anhelaban oír sus palabras y sentir el toque de su mano. Así iba de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio y sanando a los enfermos, el que era Rey de gloria revestido del humilde ropaje de la humanidad. Asistía a las grandes fiestas de la nación, y a la multitud absorta en las ceremonias externas hablaba de las cosas del cielo y ponía la eternidad a su alcance. A todos les traía tesoros sacados del depósito de la sabiduría. Les hablaba en lenguaje tan sencillo que no podían dejar de entenderlo. Valiéndose de métodos peculiares, lograba aliviar a los tristes y afligidos. Con gracia tierna y cortés, atendía a las almas enfermas de pecado y les ofrecía salud y fuerza. El Príncipe de los maestros procuraba llegar al pueblo por medio de las cosas que le resultaban más familiares. Presentaba la verdad de un modo que la dejaba para siempre entretejida con los más santos recuerdos y simpatías de sus oyentes. Enseñaba de tal manera que les hacía sentir cuán completamente se identificaba con los intereses y la felicidad de ellos. Tan directa era su enseñanza, tan adecuadas sus ilustraciones, y sus palabras tan impregnadas de simpatía y alegría, que sus oyentes se quedaban embelesados. La sencillez y el fervor con que se dirigía a los necesitados santificaban cada una de sus palabras. ¡Qué vida atareada era la suya! Día tras día se le podía ver entrando en las humildes viviendas de los menesterosos y afligidos para dar esperanza al abatido y paz al angustiado. Henchido de misericordia, ternura y compasión, levantaba al agobiado y consolaba al afligido. Por doquiera iba, llevaba la bendición. Mientras atendía al pobre, Jesús buscaba el modo de interesar también al rico. Buscaba el trato con el acaudalado y culto fariseo, con el judío de noble estirpe y con el gobernante romano. Aceptaba las invitaciones de unos y otros, asistía a sus banquetes, se familiarizaba con sus intereses y ocupaciones para abrirse camino a sus corazones y darles a conocer las riquezas imperecederas. Cristo vino al mundo para enseñar que si el hombre recibe poder de lo alto, puede llevar una vida intachable. Con incansable paciencia y con simpática prontitud para ayudar, hacía frente a las necesidades de los hombres. Mediante el suave toque de su gracia desterraba de las almas las luchas y dudas; cambiaba la enemistad en amor y la incredulidad en confianza. Decía a quien quería: "Sígueme," y el que oía la invitación se levantaba y le seguía. Roto quedaba el hechizo del mundo. A su voz el espíritu de avaricia y ambición huía del corazón, y los hombres se levantaban, libertados, para seguir al Salvador. El Amor Fraternal Cristo no admitía distinción alguna de nacionalidad, jerarquía social, ni credo. Los escribas y fariseos deseaban hacer de los dones del cielo un beneficio local y nacional, y excluir de Dios al resto de la familia humana. Pero Cristo vino para derribar toda valla divisoria. Vino para manifestar que su don de misericordia y amor es tan ilimitado como el aire, la luz o las lluvias que refrigeran la tierra. La vida de Cristo fundó una religión sin castas; en la que judíos y gentiles, libres y esclavos, unidos por los lazos de fraternidad, son iguales ante Dios. Nada hubo de artificioso en sus procedimientos. Ninguna diferencia hacía entre vecinos y extraños, amigos y enemigos. Lo que conmovía el corazón de Jesús era el alma sedienta del agua de vida. Nunca despreció a nadie por inútil, sino que procuraba aplicar a toda alma su remedio curativo. Cualesquiera que fueran las personas con quienes se encontrase, siempre sabía darles alguna lección adecuada al tiempo y a las circunstancias. Cada descuido o insulto del hombre para con el hombre le hacía sentir tanto más la necesidad que la humanidad tenía de su simpatía divina y humana. Procuraba infundir esperanza en los más rudos y en los que menos prometían, presentándoles la seguridad de que podían llegar a ser sin tacha y sencillos, poseedores de un carácter que los diera a conocer como hijos de Dios. Muchas veces se encontraba con los que habían caído bajo la influencia de Satanás y no tenían fuerza para desasirse de sus lazos. A cualquiera de ellos, desanimado, enfermo, tentado, caído, Jesús le dirigía palabras de la más tierna compasión, las palabras que necesitaba y que podía entender. A otros, que sostenían combate a brazo partido con el enemigo de las almas, los animaba a que perseveraran, asegurándoles que vencerían, pues los ángeles de Dios estaban de su parte y les darían la victoria. A la mesa de los publicanos se sentaba como distinguido huésped, demostrando por su simpatía y la bondad de su trato social que reconocía la dignidad humana; y anhelaban hacerse dignos de su confianza los hombres en cuyos sedientos corazones caían sus palabras con poder bendito y vivificador. Despertábanse nuevos impulsos, y a estos parias de la sociedad se les abría la posibilidad de una vida nueva. Aunque judío, Jesús trataba libremente con los samaritanos, y despreciando las costumbres y los prejuicios farisaicos de su nación, aceptaba la hospitalidad de aquel pueblo despreciado. Dormía bajo sus techos, comía en sus mesas, compartiendo los manjares preparados y servidos por sus manos, enseñaba en sus calles, y los trataba con la mayor bondad y cortesía. Y al par que se ganaba sus corazones por su humana simpatía, su gracia divina les llevaba la salvación que los judíos rechazaban. El Ministerio Personal Cristo no despreciaba oportunidad alguna para proclamar el Evangelio de salvación. Escuchad las admirables palabras que dirigiera a la samaritana. Estaba sentado junto al pozo de Jacob, cuando vino la mujer a sacar agua. Con sorpresa de ella, Jesús le pidió un favor. "Dame de beber," le dijo. Deseaba él beber algo refrescante, y al mismo tiempo ofrecerle a ella el agua de vida. Dijo la mujer: "¿Cómo tú, siendo Judío, me pides a mi de beber, que soy mujer Samaritana? porque los Judíos no se tratan con los Samaritanos." Respondió Jesús: "Si conocieses el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber: tú pedirías de él, y él te daría agua viva. . . Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, para siempre no tendrá sed: mas el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna." (S. Juan 4:6-14.) ¡Cuán vivo interés manifestó Cristo en esta sola mujer! ¡Cuán fervorosas y elocuentes fueron sus palabras! Al oírlas la mujer dejó el cántaro y se fue a la ciudad para decir a sus amigos: "Venid, ved un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿si quizás es éste el Cristo?" Leemos que "muchos de los Samaritanos de aquella ciudad creyeron en él." (Vers. 29, 39.) ¿Quién puede apreciar la influencia que semejantes palabras ejercieron para la salvación de almas desde entonces hasta hoy? Doquiera haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está dispuesto a enseñársela, revelándoles al Padre y el servicio que agrada a Aquel que lee en los corazones. Con los tales no se vale de parábolas, sino que, como a la mujer junto al pozo, les dice claramente: "Yo soy, que hablo contigo." (Vers. 26.)
"Nunca antes hubo días como éstos para el mundo. El Cielo fue bajado a los hombres." En la vivienda del pescador en Capernaúm, la suegra de Pedro yacía enferma de "grande fiebre; y le rogaron por ella." Jesús la tomó de la mano "y la fiebre la dejó." "Entonces ella se levantó y sirvió al Salvador y a sus discípulos." (S. Lucas 4:38, 39; S. Marcos 1:30; Mateo 8: 15) Con rapidez cundió la noticia. Hizo Jesús este milagro en sábado, y por temor a los rabinos el pueblo no se atrevió a acudir en busca de curación hasta después de puesto el sol. Entonces, de sus casas, talleres y mercados, los vecinos de la población se dirigieron presurosos a la humilde morada que albergaba a Jesús. Los enfermos eran traídos en camillas, otros venían apoyándose en bordones, o sostenidos por brazos amigos llegaban tambaleantes a la presencia del Salvador. Hora tras hora venían y se iban, pues nadie sabía si el día siguiente hallaría aún entre ellos al divino Médico. Nunca hasta entonces había presenciado Capernaúm día semejante. Por todo el ambiente repercutían las voces de triunfo y de liberación. No cesó Jesús su obra hasta que hubo aliviado al último enfermo. Muy entrada era la noche cuando la muchedumbre se alejó, y la morada de Simón quedó sumida en el silencio. Pasado tan largo y laborioso día, Jesús procuró descansar; pero mientras la ciudad dormía, el Salvador, "levantándose muy de mañana, . . salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba." (S. Marcos 1:35.) Por la mañana temprano, Pedro y sus compañeros fueron a Jesús, para decirle que le buscaba todo el pueblo de Capernaúm. Con sorpresa oyeron estas palabras de Cristo: "También a otras ciudades es necesario que anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para ésto soy enviado." (S. Lucas 4:43.) En la agitación de que era presa Capernaúm había peligro de que se perdiera de vista el objeto de su misión. Jesús no se daba por satisfecho con llamar la atención sobre sí mismo como mero taumaturgo, o sanador de dolencias físicas. Quería atraer a los hombres como su Salvador. Mientras que las muchedumbres anhelaban creer que Jesús había venido como rey para establecer un reino terrenal, él se esforzaba para invertir sus pensamientos de lo terrenal a lo espiritual. El mero éxito mundano hubiera impedido su obra. Y la admiración de la frívola muchedumbre discordaba con su temperamento. No había egoísmo en su vida. El homenaje que el mundo tributa a la posición social, a la fortuna o al talento era extraño al Hijo del hombre. Jesús no se valió de ninguno de los medios que emplean los hombres para granjearse la lealtad y el homenaje. Siglos antes de su nacimiento había dicho de él un profeta: "No clamará, ni alzará, ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare: sacará el juicio a verdad." (Isaías 42:2-3.) Los fariseos buscaban la distinción por medio de su escrupuloso formalismo ceremonial, y por la ostentación de sus actos religiosos y sus limosnas. Probaban su celo religioso haciendo de la religión el tema de sus discusiones. Largas y ruidosas eran las disputas entre sectas opuestas, y no era raro oír en las calles la voz airada de sabios doctores de la ley empeñados en acaloradas controversias. Todo ésto contrastaba con la vida de Jesús, en la que jamás se vieron ruidosas disputas, ni actos de adoración ostentosa, ni esfuerzo por cosechar aplausos. Cristo estaba escondido en Dios, y Dios se revelaba en el carácter de su Hijo. A esta revelación deseaba Jesús encaminar el pensamiento del pueblo. El Sol de justicia no apareció a la vista del mundo para deslumbrar los sentidos con su gloria. Escrito está de Cristo: "Como el alba está aparejada su salida." (Oseas 6:3.) Suave y gradualmente raya el alba, disipando las tinieblas y despertando el mundo a la vida. Así también nacía el Sol de justicia, trayendo "en sus alas . . salud." (Malaquías 4:2.) "He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma toma contentamiento." (Isaías 42:1.) "Fuiste fortaleza al pobre, fortaleza al menesteroso en su aflicción, amparo contra el turbión, sombra contra el calor." (Isaías 25:4.) "Así dice el Dios Jehová, el Criador de los cielos, y el que los extiende; el que extiende la tierra y sus verduras; el que da respiración al pueblo que mora sobre ella, y espíritu a los que por ella andan: Yo Jehová, te he llamado en justicia, y te tendré por la mano; te guardaré y te pondré por alianza del pueblo, por luz de las gentes; para que abras ojos de ciegos, para que saques de la cárcel a los presos,y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas." (Isaías 42:5-7.) "Guiaré los ciegos por camino que no sabían, haréles pisar por las sendas que no habían conocido; delante de ellos tornaré las tinieblas en luz, y los rodeos en llanura. Estas cosas les haré, y no los desampararé." (Vers. 16.) "Cantad a Jehová un nuevo cántico, su alabanza desde el fin de la tierra; los que descendéis a la mar, y lo que la hinche, las islas y los moradores de ellas. Alcen la voz el desierto y sus ciudades, las aldeas donde habita Cedar: canten los moradores de la Piedra, y desde la cumbre de los montes den voces de júbilo. Den gloria a Jehová, y prediquen sus loores en las islas." (Vers. 10-12.) "Cantad loores, oh cielos, porque Jehová lo hizo; gritad con júbilo, lugares bajos de la tierra; prorrumpid, montes, en alabanza; bosque, y todo árbol que en él está: porque Jehová redimió a Jacob,y en Israel será glorificado." (Isaías 44:23.) Desde la cárcel de Herodes, donde, defraudadas sus esperanzas, Juan Bautista velaba y aguardaba, mandó dos de sus discípulos a Jesús con el mensaje: "¿Eres tú aquél que había de venir, o esperaremos a otro?" (S. Mateo 11:3.) El Salvador no respondió en el acto a la pregunta de estos discípulos. Mientras ellos esperaban, extrañando su silencio, los afligidos acudían a Jesús. La voz del poderoso Médico penetraba en el oído del sordo. Una palabra, el toque de su mano, abría los ojos ciegos para que contemplasen la luz del día, las escenas de la naturaleza, los rostros amigos, y el semblante del Libertador. Su voz llegaba a los oídos de los moribundos, y éstos se levantaban sanos y vigorosos. Los endemoniados paralíticos obedecían su palabra, les dejaba la locura, y le adoraban a él. Los campesinos y jornaleros pobres, de quienes se apartaban los rabinos por creerlos impuros, se reunían en torno suyo, y él les hablaba palabras de vida eterna. Así transcurrió el día, viéndolo y oyéndolo todo los discípulos de Juan. Finalmente, Jesús los llamó y les mandó que volvieran a Juan y le dijeran lo que habían visto y oído, añadiendo: "Bienaventurado es el que no fuere escandalizado en mí." (Vers. 6.) Los discípulos llevaron el mensaje, y esto bastó. Juan recordó la profecía concerniente al Mesías: "Jehová me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los mansos; me ha enviado para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar a los cautivos libertad, y a los aprisionados abertura de la cárcel; para proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, . . . para consolar a todos los que lloran." (Isaías 61:1-2, V.M.) Jesús de Nazaret era el Prometido. Demostraba su divinidad al satisfacer las necesidades de la humanidad doliente. Su gloria resaltaba por su condescendencia al colocarse a nuestro humilde nivel. Las obras de Cristo no sólo declaraban que era el Mesías, sino que manifestaban cómo iba a establecerse su reino. Juan percibió en revelación la misma verdad que fue comunicada a Elías en el desierto cuando "un viento grande e impetuoso rompía los montes, y hacía pedazos las peñas delante de Jehová; mas Jehová no estaba en el viento: y después del viento hubo un terremoto; mas Jehová no estaba en el terremoto: y después del terremoto, un fuego; mas Jehová no estaba en el fuego," pero después del fuego Dios habló al profeta en voz apacible y suave. (1 Reyes 19:11-12, V.M.) Así también iba Jesús a cumplir su obra, no trastornando tronos y reinos, no con pompa ni ostentación, sino hablando a los corazones de los hombres mediante una vida de misericordia y desprendimiento. El reino de Dios no viene con manifestaciones externas. Viene mediante la dulzura de la inspiración de su Palabra, la obra interior de su Espíritu, y la comunión del alma con Aquel que es su vida. La mayor demostración de su poder se advierte en la naturaleza humana llevada a la perfección del carácter de Cristo. Los discípulos de Cristo han de ser la luz del mundo, pero Dios no les pide que hagan esfuerzo alguno para brillar. No aprueba los intentos llenos de satisfacción propia para ostentar una bondad superior. Desea que las almas sean impregnadas de los principios del cielo, pues entonces, al relacionarse con el mundo, manifestarán la luz que hay en ellos. Su inquebrantable fidelidad en cada acto de la vida será un medio de iluminación. Ni las riquezas, ni la alta posición social, ni el costoso atavío, ni suntuosos edificios ni mobiliarios se necesitan para el adelanto de la obra de Dios; ni tampoco hazañas que reciban aplauso de los hombres y fomenten la vanidad. La ostentación mundana, por imponente que sea, carece enteramente de valor a los ojos de Dios. Sobre lo visible y temporal, aprecia lo invisible y eterno. Lo primero tiene valor tan sólo cuando expresa lo segundo. Las obras de arte más exquisitas no tienen belleza comparable con la del carácter, que es el fruto de la obra del Espíritu Santo en el alma. Cuando Dios dio a su Hijo a nuestro mundo, dotó a los seres humanos de riquezas imperecederas, en cuya comparación nada valen los tesoros humanos acumulados desde que el mundo es mundo. Cristo vino a la tierra, y se presentó ante los hijos de los hombres con el atesorado amor de la eternidad, y tal es el caudal que, por medio de nuestra unión con él, hemos de recibir para manifestarlo y distribuirlo. La eficacia del esfuerzo humano en la obra de Dios corresponderá a la consagración del obrero al revelar el poder de la gracia de Dios para transformar la vida. Hemos de distinguirnos del mundo porque Dios imprimió su sello en nosotros y porque manifiesta en nosotros su carácter de amor. Nuestro Redentor nos ampara con su justicia. "En Sus Brazos Llevará los Corderos" Al escoger a hombres y mujeres para su servicio, Dios no pregunta si tienen bienes terrenales, cultura o elocuencia. Su pregunta es: ¿Andan ellos en tal humildad que yo pueda enseñarles mi camino? ¿Puedo poner mis palabras en sus labios? ¿Me representarán a mí? Dios puede emplear a cada cual en la medida en que pueda poner su Espíritu en el templo del alma. Aceptará la obra que refleje su imagen. Sus discípulos han de llevar, como credenciales ante el mundo, las indelebles características de sus principios inmortales. Mientras Jesús desempeñaba su ministerio en las calles de las ciudades, las madres con sus pequeñuelos enfermos o moribundos en brazos, se abrían paso por entre la muchedumbre para ponerse al alcance de la mirada de él. Ved a estas madres, pálidas, cansadas, casi desesperadas, y no obstante, resueltas y perseverantes. Con su carga de sufrimientos buscan al Salvador. Cuando la agitada muchedumbre las empuja hacia atrás, Cristo se abre paso poco a poco hasta llegar junto a ellas. Brota la esperanza en sus corazones. Derraman lágrimas de gozo cuando consiguen llamarle la atención y se fijan en los ojos que expresan tanta compasión y tanto amor. Dirigiéndose a una de las que formaban el grupo, el Salvador alienta su confianza diciéndole: "¿Qué puedo hacer por ti?" Entre sollozos ella le expone su gran necesidad: "Maestro, que sanes a mi hijo." Cristo toma al niño, y a su toque desvanécese la enfermedad. Huye la mortal palidez; vuelve a fluir por las venas la corriente de vida, y se fortalecen los músculos. La madre oye palabras de consuelo y paz. Luego preséntase otro caso igualmente urgente. De nuevo hace Cristo uso de su poder vivificador, y todos loan y honran al que hace maravillas. Hacemos mucho hincapié en la grandeza de la vida de Cristo. Hablamos de las maravillas que realizó, de los milagros que hizo. Pero su cuidado por las cosas que se suelen estimar insignificantes, es prueba aún mayor de su grandeza. Acostumbraban los judíos llevar a los niños a algún rabino para que pusiese las manos sobre ellos y los bendijera; pero los discípulos consideraban que la obra del Salvador era demasiado importante para interrumpirla así. Cuando las madres acudían deseosas de que Cristo bendijera a sus pequeñuelos los discípulos las miraban con desagrado. Creían que los niños no iban a obtener provecho de una visita a Jesús, y que a él no le agradaría verlos. Pero el Salvador comprendía el solícito cuidado y la responsabilidad de las madres que procuraban educar a sus hijos conforme a la Palabra de Dios. Él había oído los ruegos de ellas y las había atraído a su presencia. Una madre había salido de su casa con su hijo para encontrar a Jesús. En el camino dio a conocer su propósito a una vecina, y ésta a su vez deseaba también que Cristo bendijese a sus hijos. Así que fueron unas cuantas madres con sus hijos, algunos de los cuales habían pasado ya de la primera infancia a la niñez y juventud. Al exponer las madres sus deseos, Jesús escuchó con simpatía su tímida y lagrimosa petición. Pero aguardó para ver cómo las tratarían los discípulos, y al notar que éstos las reprendían y apartaban, creyendo así prestarle servicio a él, les demostró el error en que estaban, diciendo: "Dejad a los niños venir a mí, y no se lo estorbéis; porque de los tales es el reino de Dios." (S. Marcos 10:14, V.M.) Tomó entonces a los niños en brazos, les puso las manos encima, y les dio las bendiciones que buscaban. Las madres quedaron consoladas. Volvieron a sus casas fortalecidas y bendecidas por las palabras de Cristo. Se sentían animadas para reasumir sus responsabilidades con alegría renovada y para trabajar con esperanza por sus hijos. Si pudiéramos conocer la conducta ulterior de aquellas madres, las veríamos recordando a sus hijos la escena de aquel día, y repitiéndoles las amantes palabras del Salvador. Veríamos también cuán a menudo, en el curso de los años, el recuerdo de aquellas palabras impidió que los niños se apartaran del camino trazado para los redimidos del Señor. Cristo es hoy el mismo Salvador compasivo que anduvo entre los hombres. Es hoy tan verdaderamente el auxiliador de las madres como cuando en Judea tomó a los niños en sus brazos. Los niños de nuestros hogares fueron comprados por su sangre tanto como los de antaño. Jesús conoce la carga del corazón de toda madre. Aquel cuya madre luchó con la pobreza y las privaciones simpatiza con toda madre apenada. El que hiciera un largo viaje para aliviar el corazón angustiado de una cananea, hará otro tanto por las madres de hoy. El que devolvió a la viuda de Naín su único hijo, y en su agonía de la cruz se acordó de su propia madre, se conmueve hoy por el pesar de las madres. Él las consolará y auxiliará en toda aflicción y necesidad. Acudan, pues, a Jesús las madres con sus perplejidades. Encontrarán bastante gracia para ayudarlas en el cuidado de sus hijos. Abiertas están las puertas para toda madre que quiera depositar su carga a los pies del Salvador. Aquel que dijo: "Dejad los niños venir, y no se lo estorbéis" (S. Marcos 10:14), sigue invitando a las madres a que le traigan a sus pequeñuelos para que los bendiga. Responsabilidad de los Padres En los niños allegados a él, veía el Salvador a hombres y mujeres que serían un día herederos de su gracia y súbditos de su reino, y algunos, mártires por su causa. Sabía que aquellos niños le escucharían y le aceptarían por Redentor con mejor voluntad que los adultos, muchos de los cuales eran sabios según el mundo, pero duros de corazón. Al enseñarles, se colocaba al nivel de ellos. Él, la Majestad de los cielos, respondía a sus preguntas y simplificaba sus importantes lecciones para que las comprendiera su inteligencia infantil. Plantaba en la mente de ellos la semilla de la verdad, que años después brotaría y llevaría fruto para vida eterna. Al decir Jesús a sus discípulos que no impidieran a los niños el acercarse a él, hablaba a sus seguidores de todos los siglos, es decir, a los dirigentes de la iglesia: ministros, ancianos, diáconos, y todo cristiano. Jesús atrae a los niños, y nos manda que los dejemos venir; como si nos dijera: Vendrán, si no se lo impedís. Guardaos de dar torcida idea de Jesús con vuestro carácter falto de cristianismo. No mantengáis a los pequeñuelos alejados de él con vuestra frialdad y aspereza. No seáis causa de que los niños se figuren que el cielo no sería lugar placentero si estuvieseis vosotros en él. No habléis de la religión como de algo que los niños no pueden entender, ni obréis como si no fuera de esperar que aceptaran a Cristo en su niñez. No les deis la falsa impresión de que la religión de Cristo es triste y lóbrega, y de que al acudir al Salvador hayan de renunciar a cuanto llena la vida de gozo. Mientras el Espíritu Santo influye en los corazones de los niños, colaborad en su obra. Enseñadles que el Salvador los llama, y que nada le alegra tanto como verlos entregarse a él en la flor y lozanía de su edad. El Salvador mira con infinita ternura las almas que compró con su sangre. Pertenecen a su amor. Las mira con indecible cariño. Su corazón anhela alcanzar, no sólo a los mejor educados y atractivos, sino también a los que por herencia y descuido presentan rasgos de carácter poco lisonjeros. Muchos padres no comprenden cuán responsables son de estos rasgos en sus hijos. Carecen de la ternura y la sagacidad necesarias para tratar a los que yerran por su culpa. Pero Jesús mira a estos niños con compasión. Sabe seguir el rastro desde la causa al efecto. El obrero cristiano puede ser instrumento de Cristo para atraer al Salvador a estas criaturas imperfectas y extraviadas. Con prudencia y tacto puede granjearse su cariño, puede infundirles ánimo y esperanza, y mediante la gracia de Cristo puede ver cómo su carácter se transforma, de modo que resulte posible decir con respecto a ellos: "De los tales es el reino de Dios." Cinco Panecillos de Cebada Alimentan la Multitud Durante todo el día la gente se había apiñado en derredor de Jesús y sus discípulos, mientras él enseñaba a orillas del mar. Habían escuchado sus palabras de gracia, tan sencillas y claras que para sus almas eran como bálsamo de Galaad. El poder curativo de su divina mano había suministrado salud al enfermo y vida al moribundo. Aquel día les había parecido como el cielo en la tierra, y no se daban cuenta del tiempo transcurrido desde que comieran. Hundíase el sol en el poniente, y sin embargo el pueblo tardaba en irse. Finalmente, los discípulos se acercaron a Cristo, para instarle a que, por consideración de ellas mismas, despidiera a las gentes. Muchos habían venido de lejos, y no habían comido desde la mañana. Podían obtener alimentos en las aldeas y ciudades cercanas, pero Jesús dijo: "Dadles vosotros de comer." (S. Mateo 14:16.) Luego, volviéndose hacia Felipe, le preguntó: "¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?" (S. Juan 6:5.) Felipe echó una mirada sobre el mar de cabezas, y pensó cuán imposible sería alimentar a tanta gente. Respondió que doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno comiese un poco. Preguntó Jesús cuánto alimento había disponible entre la gente. "Un muchacho está aquí -dijo Andrés- que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; ¿mas qué es ésto entre tantos?" (Vers. 9.) Jesús mandó que se los trajeran. Luego dispuso que los discípulos hicieran sentar a la gente sobre la hierba. Hecho ésto, tomó aquel alimento y, "alzando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a las gentes. Y comieron todos, y se hartaron; y alzaron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas." (S. Mateo 14:19-20.) Merced a un milagro del poder divino dio Cristo de comer a la muchedumbre; y sin embargo, ¡cuán modesto era el manjar provisto! Sólo unos peces y unos panes que constituían el alimento diario de los pescadores de Galilea. Cristo hubiera podido darle al pueblo una suntuosa comida; pero un manjar preparado únicamente para halago del paladar no les hubiera servido de enseñanza para su bien. Mediante este milagro, Cristo deseaba dar una lección de sobriedad. Si los hombres fueran hoy de hábitos sencillos, y si viviesen en armonía con las leyes de la naturaleza, como Adán y Eva en un principio, habría abundantes provisiones para satisfacer las necesidades de la familia humana. Pero el egoísmo y la gratificación de los apetitos trajeron el pecado y la miseria, a causa del exceso por una parte, y de la necesidad por otra. Jesús no procuraba atraerse al pueblo satisfaciendo sus apetitos. Para aquella gran muchedumbre, cansada y hambrienta después de tan largo día lleno de emociones, una comida sencilla era prenda segura de su poder y de su solícito afán de atender a las necesidades comunes de la vida. No ha prometido el Salvador a sus discípulos el lujo mundano; el destino de ellos puede hallarse limitado por la pobreza; pero ha empeñado su palabra al asegurarles que sus necesidades serán suplidas, y les ha prometido lo que vale más que los bienes terrenales: el permanente consuelo de su propia presencia. Comido que hubo la gente, sobraba abundante alimento. Jesús mandó a sus discípulos: "Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada." (S. Juan 6:12.) Estas palabras significaban más que recoger las sobras en cestas. La lección era doble. Nada debe ser malgastado. No hemos de perder ninguna ventaja temporal. No debemos descuidar cosa alguna que pueda beneficiar a un ser humano. Recojamos todo cuanto pueda aliviar la penuria de los hambrientos del mundo. Con el mismo cuidado debemos atesorar el pan del cielo para satisfacer las necesidades del alma. Hemos de vivir de toda palabra de Dios. Nada de cuanto Dios ha dicho debe perderse. No debemos desoír una sola palabra de las referentes a nuestra eterna salvación. Ni una sola debe caer al suelo como inútil. El milagro de los panes enseña que dependemos de Dios. Cuando Cristo dio de comer a los cinco mil, el alimento no estaba a la mano. A simple vista no disponía de recurso alguno. Estaba en el desierto, con cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y los niños. Él no había invitado a la muchedumbre a que le siguiese hasta allí. Afanosa de estar en su presencia, había acudido sin invitación ni orden; pero él sabía que después de escuchar sus enseñanzas durante el día entero, todos tenían hambre y desfallecían. Estaban lejos de sus casas, y ya anochecía. Muchos estaban sin recursos para comprar qué comer. El que por causa de ellos había ayunado cuarenta días en el desierto, no quiso consentir que volvieran ayunos a sus casas. La providencia de Dios había puesto a Jesús donde estaba, y dependía de su Padre celestial para disponer de medios con que suplir la necesidad. Cuando nos vemos en estrecheces, debemos confiar en Dios. En todo trance debemos buscar ayuda en Aquel que tiene recursos infinitos. En este milagro, Cristo recibió del Padre; lo dio a sus discípulos, los discípulos al pueblo, y el pueblo se lo repartió entre sí. Así también todos los que están unidos con Cristo recibirán de él el pan de vida y lo distribuirán a otros. Los discípulos de Cristo son los medios señalados de comunicación entre él y la gente. Cuando los discípulos oyeron la orden del Salvador: "Dadles vosotros de comer," surgieron en sus mentes todas las dificultades. Se preguntaron: "¿Iremos a las aldeas a comprar alimento?" Pero ¿qué dijo Cristo? "Dadles vosotros de comer." Los discípulos trajeron a Jesús todo cuanto tenían; pero él no los invitó a comer. Les mandó que sirvieran al pueblo. El alimento se multiplicó en sus manos, y las de los discípulos, al tenderse hacia Cristo, nunca quedaban vacías. La escasa reserva alcanzó para todos. Satisfecha ya la gente, los discípulos comieron con Jesús del precioso alimento venido del cielo. Cuando vemos las necesidades de los pobres, ignorantes y afligidos, ¡cuántas veces flaquean nuestros corazones! Preguntamos: "¿Qué pueden nuestra débil fuerza y nuestros escasos recursos para satisfacer tan terrible necesidad? ¿No deberíamos esperar que alguien más competente que nosotros dirija la obra, o que alguna organización se encargue de ella?" Cristo dice: "Dadles vosotros de comer." Valeos del tiempo, de los medios, de la capacidad de que disponéis. Llevad a Jesús vuestros panes de cebada. Aunque vuestros recursos sean insignificantes para alimentar a millares de personas, pueden bastar para dar de comer a una sola. En manos de Cristo, pueden hartar a muchos. A imitación de los discípulos, dad lo que tenéis. Cristo multiplicará la ofrenda y recompensará la sencilla confianza y la buena fe que en él se haya depositado. Lo que parecía escasa provisión resultará abundante festín. "El que siembra con mezquindad, con mezquindad también segará; y el que siembra generosamente, generosamente también segará . . . Puede Dios hacer que toda gracia abunde en vosotros; a fin de que, teniendo siempre toda suficiencia en todo, tengáis abundancia para toda buena obra; según está escrito: "Ha esparcido, ha dado a los pobres; su justicia permanece para siempre." Y el que suministra simiente al sembrador, y pan para manutención, suministrará y multiplicará vuestra simiente para sembrar, y aumentará los productos de vuestra justicia." (2 Corintios 9:6-10, V.M.)
"En los verdes valles, en el campo, o al pie de la montaña, Jesús sostenía comunión con Su Padre Celestial." La vida terrenal del Salvador fue una vida de comunión con la naturaleza y con Dios. En esta comunión nos reveló el secreto de una vida llena de poder. Jesús obró con fervor y constancia. Nunca vivió en el mundo nadie tan abrumado de responsabilidades, ni llevó tan pesada carga de las tristezas y los pecados del mundo. Nadie trabajó con celo tan agobiador por el bien de los hombres. No obstante, era la suya una vida de salud. En lo físico como en lo espiritual fue su símbolo el cordero, víctima expiatoria, "sin mancha y sin contaminación." (1 S. Pedro 1:19.) Tanto en su cuerpo como en su alma fue ejemplo de lo que Dios se había propuesto que fuera toda la humanidad mediante la obediencia a sus leyes. Cuando el pueblo miraba a Jesús, veía un rostro en el cual la compasión divina se armonizaba con un poder consciente. Parecía rodeado por un ambiente de vida espiritual. Aunque de modales suaves y modestos, hacía sentir a los hombres un poder que si bien permanecía latente, no podía quedar del todo oculto. Durante su ministerio, persiguiéronle siempre hombres astutos e hipócritas que procuraban su muerte. Seguíanle espías que acechaban sus palabras, para encontrar algo contra él. Los intelectos más sutiles e ilustrados de la nación procuraban derrotarle en controversias. Pero nunca pudieron aventajarle. Tuvieron que dejar la lid, confundidos y avergonzados por el humilde Maestro de Galilea. La enseñanza de Cristo tenía una lozanía y un poder como nunca hasta entonces conocieron los hombres. Hasta sus mismos enemigos hubieron de confesar: "Nunca ha hablado hombre así como este hombre." (S. Juan 7:46.) La niñez de Jesús, pasada en la pobreza, no había quedado contaminada por los hábitos artificiosos de un siglo corrompido. Mientras trabajaba en el banco del carpintero y llevaba las cargas de la vida doméstica, mientras aprendía las lecciones de la obediencia y del sufrimiento, hallaba solaz en las escenas de la naturaleza, de cuyos misterios adquiría conocimiento al procurar comprenderlos. Estudiaba la Palabra de Dios, y sus horas más felices eran las que, terminado el trabajo, podía pasar en el campo, meditando en tranquilos valles y en comunión con Dios, ora en la falda del monte, ora entre los árboles de la selva. El alba le encontraba a menudo en algún retiro, sumido en la meditación, escudriñando las Escrituras, o en oración. Con su canto daba la bienvenida a la luz del día. Con himnos de acción de gracias amenizaba las horas de labor, y llevaba la alegría del cielo a los rendidos por el trabajo y a los descorazonados. En el curso de su ministerio, Jesús vivió mucho al aire libre. Allí dio buena parte de sus enseñanzas mientras viajaba a pie de poblado en poblado. Para instruir a sus discípulos, huía frecuentemente del tumulto de la ciudad a la tranquilidad del campo, que estaba más en armonía con las lecciones de sencillez, fe y abnegación que quería darles. Bajo los árboles de la falda del monte, a poca distancia del mar de Galilea, llamó a los doce al apostolado, y pronunció el sermón del monte. Agradaba a Cristo reunir el pueblo en torno suyo, al raso, en un verde collado, o a orillas del lago. Allí, rodeado de las obras de su propia creación, podía desviar los pensamientos de la gente de lo artificioso a lo natural. En el crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al alzar la vista hacia los montes de Dios y al contemplar las maravillosas obras de su mano, los hombres podían aprender valiosas lecciones de verdad divina. En días venideros las lecciones del divino Maestro les serían repetidas por las cosas de la naturaleza. La mente se elevaría y el corazón hallaría descanso. A los discípulos asociados con él en su obra les permitía a menudo que visitaran sus casas y descansaran; pero en vano se empeñaban en distraerle de sus trabajos. Sin cesar atendía a las muchedumbres que a él acudían, y por la tarde, o muy de madrugada, se encaminaba hacia el santuario de las montañas en busca de comunión con su Padre. Muchas veces sus trabajos incesantes y el conflicto con la hostilidad y las falsas enseñanzas de los rabinos le dejaban tan exhausto que su madre y sus hermanos, y aun sus discípulos, temían por su vida. Pero siempre que volvía de las horas de oración que ponían término al día de trabajo, notaban en su semblante la expresión de paz, la frescura, la vida y el poder de que parecía compenetrado todo su ser. De las horas pasadas a solas con Dios, salía cada mañana para llevar a los hombres la luz del cielo. Una Temporada para Descansar Al regresar los discípulos de su primera gira de evangelización, Jesús les dio la invitación: Venid aparte, y reposad un poco. Los discípulos habían vuelto llenos de gozo por su éxito como pregoneros del Evangelio, cuando tuvieron noticia de la muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes. Ésto les causó amarga tristeza y desengaño. Jesús sabía que al dejar que el Bautista muriera en la cárcel había sometido a una dura prueba la fe de los discípulos. Con compasiva ternura contemplaba sus semblantes entristecidos y surcados de lágrimas. Con lágrimas en los ojos y emoción en la voz les dijo: "Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco." (S. Marcos 6:31.) Cerca de Betsaida, al extremo norte del mar de Galilea, extendíase una región aislada que, hermoseada por el fresco verdor de la primavera, ofrecía agradable retiro a Jesús y sus discípulos. Allá se dirigieron, cruzando el lago en su barco. Allí podían descansar lejos del bullicio de la muchedumbre. Allí podían oír los discípulos las palabras de Cristo, sin que los molestaran las argucias y acusaciones de los fariseos. Allí esperaban gozar una corta temporada de intimidad con su Señor. Corto fue efectivamente el tiempo que Jesús pasó con sus queridos discípulos; pero ¡cuán valioso fue para ellos! juntos hablaron de la obra del Evangelio y de la posibilidad de hacer más eficaz su labor al acercarse al pueblo. Al abrirles Jesús los tesoros de la verdad, sentíanse vivificados por el poder divino y llenos de esperanza y valor. Pero pronto volvieron las muchedumbres en busca de Jesús. Suponiendo que se habría dirigido a su retiro predilecto, allá se encaminó la gente. Frustrada quedó la esperanza de Jesús de gozar siquiera de una hora de descanso. Pero en lo profundo de su corazón puro y compasivo, el buen Pastor de las ovejas sólo sentía amor y lástima por aquellas almas inquietas y sedientas. Durante todo el día atendió a sus necesidades, y al anochecer despidió a la gente para que volviera a sus casas a descansar. En una vida dedicada por completo a hacer bien a los demás, el Salvador creía necesario dejar a veces su incesante actividad y el contacto con las necesidades humanas, para buscar retiro y comunión no interrumpida con su Padre. Al marcharse la muchedumbre que le había seguido, se fue él al monte, y allí, a solas con Dios, derramó su alma en oración por aquellos dolientes, pecaminosos y necesitados. Al decir Jesús a sus discípulos que la mies era mucha y pocos los obreros, no insistió en que trabajaran sin descanso, sino que les mandó: "Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies." (S. Mateo 9:38.) Y hoy también el Señor dice a sus obreros fatigados lo que dijera a sus primeros discípulos: "Venid vosotros aparte, . . y reposad un poco." Todos los que están en la escuela de Dios necesitan de una hora tranquila para la meditación, a solas consigo mismos, con la naturaleza y con Dios. En ellos tiene que manifestarse una vida que en nada se armoniza con el mundo, sus costumbres o sus prácticas; necesitan, pues, experiencia personal para adquirir el conocimiento de la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros ha de oír la voz de Dios hablar a su corazón. Cuando toda otra voz calla, y tranquilos en su presencia esperamos, el silencio del alma hace más perceptible la voz de Dios. Él nos dice: "Estad quietos, y conoced que yo soy Dios." (Salmo 46:10.) Ésta es la preparación eficaz para toda labor para Dios. En medio de la presurosa muchedumbre y de las intensas actividades de la vida, el que así se refrigera se verá envuelto en un ambiente de luz y paz. Recibirá nuevo caudal de fuerza física y mental. Su vida exhalará fragancia y dará prueba de un poder divino que alcanzará a los corazones de los hombres.
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